NEURÓNIKA

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¿Cómo escapar de la corriente continua de los Pixies? Los Pixies son crueles y elegantes. Emiliante dice que eso es puro pop con daño y Remo asiente.

jeudi 4 décembre 2008

Poéticos gatos



Que la literatura tiene el sesgo felino de la vida y que por ella se es “dueño/ de un ámbito redondo como un sueño”, como quería Borges, uno lo sabe por instinto. Compartidas con el gato, la intuición y la capacidad de asombro humanas se remontan a la matriz analógica de nuestra condición, desde la que es posible entender las cosas como viéndolas del otro lado, como siendo las cosas. Digo esto porque se ha hecho famoso estos días el gato de Fernando Sánchez Dragó. Oír al escritor hablando por la radio, devastado, de la muerte de Soseki, con una devastación capaz aun de desordenar su sintaxis, como si se acabara el mundo, me ha hecho recordar las furtivas e iridiscentes ocasiones en que el poeta y el gato han ido juntos de la mano en la literatura.
Las mitologías antiguas explican que el gato nació del estornudo de un león o que los dioses concedieron el gato a los hombres para que acariciaran a un tigre, para que asistieran al espectáculo de su naturaleza salvaje y a tanto secreto que hay en sus ojos y en su lomo. Un gato es un ídolo de pupilas almendradas, metal y ágata. Un gato es una extensión del mundo de los sueños en el mundo estéril de la realidad. El gato, como querría José Angel Valente, es esa mandorla de las catedrales góticas en que este mundo y lo otro, lo profano y lo divino se encuentran. El reino del gato es raigal, original, matricial. Con la muerte de Soseki, verdaderamente acaba el mundo.
Los gatos más famosos de la poesía son los de Charles Baudelaire. En Las flores del mal les dedica hasta cuatro poemas. El gran Roman Jakobson, que dio cuenta críticamente de “Les chats”, fue sensible a la trascendencia visionaria, simbolista, de estos animales en la poesía del francés: su nobleza tenebrosa, su afición a la ciencia y la voluptuosidad, su silencio, su sueño sin fin, su magia, su misticismo, su indocilidad, su arrogancia de Esfinge. Para Edgar Poe, alter ego baudeleriano, el gato sienta las elásticas proporciones, las ubicuas estructuras de un mundo de más allá en cuentos como “El gato negro”, consumación de un horror que no es sino nuestra conciencia despellejada de frente con nosotros mismos y nuestra desnuda verdad.
En esa historia del delirio que es la poesía de los gatos, hemos de recordar a Georgos Seferis, que encuentra en ellos la salvación a un naufragio en la isla desierta de lo real; a Konstantinos Kavafis, que se acoge a su voluntad en medio de la bizantina batalla de los días y los cuerpos; a Jorge Guillén, que ve en ellos a los guardianes inmemoriales del esplendor entre las ruinas y los despojos de Roma; a Jorge Luis Borges, para quien el gato es el tótem, nadador de los ríos de la inmortalidad, animal fuera del tiempo de los relojes; a José Emilo Pacheco, quien confiesa en “Gatidad”: Dice la gata a quien entienda su lengua: Nunca dejes que nadie te desprecie.
Con todo, el escritor que con más devoción habló de sus gatos y con sus gatos fue Julio Cortázar. Él mismo, de ojos muy sesgados e irreductibles, era gato. Lo acompañan en sus cuentos, en sus ensayos, en sus cronopiadas, en sus poemas. Los dos que más trascienden son Teodoro W. Adorno, que escribe con él, en su regazo, La vuelta al día en ochenta mundos, y Flanelle, esa deliciosa gatita de Saignon.