NEURÓNIKA

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¿Cómo escapar de la corriente continua de los Pixies? Los Pixies son crueles y elegantes. Emiliante dice que eso es puro pop con daño y Remo asiente.

lundi 30 juillet 2012

El amanecer desde las últimas esquinas de la noche/ Arturo Tendero


                                                                Ilustración: "Esqueleto y flor roja" de Pepe Enguídanos
Andrés García Cerdán (Fuenteálamo, Albacete, 1972) ha ido creciendo como poeta desde los versos retadores y nocturnos de sus primeros libros, allá por el año 2000. En una década, de pronto, ha explotado. «Si no tuvieras ya un nombre, ahora mismo inventarías todo otra vez». Ha escrito una tesis sobre Cortázar, se ha hecho músico de rock y, de batir toda esa coctelera, de no detenerse siguiendo la consigna de Valente, ha ganado con Curvas el Ciudad de Pamplona, ha ganado con Carmina el premio Barcarola. Todo en dos años, como quien dice. Hay que aclarar que Cerdán es un poeta jijpi, el poeta jipi de Albacete. Dice que los poemas le llegaban de todos los rincones imaginables, desde un correo electrónico hasta el arranque de un artículo: «Yo mismo siempre, respirando en espasmos de calma». Y deslizándose en los automatismos, pero sabiendo conducirlos, nos sorprendía con poemas como Crema, lleno de amor cortazariano, el casi onírico Hacia marzo, los crepusculares Hacia la lluvia u Otra tarde, el renacentista Ulises, casi una poética en la que busca la identidad huidiza. Pero, si Curvas nos descolocaba, Carmina(Léase Cármina, del latín Poemas) nos recoloca en el espacio exacto que mejor domina: «Te ven llegar las calles, se echan a tus pies sin ningún límite». En esa hora fronteriza, la vida entera se extiende ante los ojos del que observa, solo hay que describirla. Los viajes, las lecturas, la niñez. «Hay un muchacho al borde de un barranco. / En él empieza todo y todo acaba». Esa luz que interrumpe la noche es como la bola mágica en la que todo está. Y él se afana por capturarla: «En más de seiscientas esquinas de Albacete he visto yo el amanecer» proclamaba en el libro anterior. Y en este encuentra cada vez «la mañana de un día que no importa». Sin embargo esa veta es solo el hilo conductor. Cerdán se atreve con todo. Se atreve con un homenaje a la lectura que huye de los lugares comunes y no le pierde la vista al misterio (Lejos). Se atreve con los viajes, con las lenguas extranjeras, en piezas cosmopolitas como Chiara o Firenze. Se atreve incluso a extraer poesía de una de las clases de lengua que imparte en el instituto. Y le funciona. Siempre ha sido audaz, pero ahora se siente «con una voz propia que nunca antes / lo había sido tanto». Está en gracia y lo sabe: «Entre el deseo y todo lo que es, / todo lo que será, todo lo que ha sido, / cabe una orilla más. Voy a llamarla / Muerte».




jeudi 12 juillet 2012

El silencio de los borregos/ Andrés García Cerdán





Siempre que pienso en El silencio de los corderos, esa película de miedo, en realidad pienso en El silencio de los borregos. Es éste un silencio que atraviesa secularmente a los de nuestra especie, a los serviles, a los mierdas, a los animales. El lenguaje habla por nosotros, de nosotros. Decimos que alguien come como un cerdo, que se comportó como una hiena, que chilla como un gorrino, que es una bestia, que es más guarro que las arañas, que es más puta que las gallinas, que es más zorro que los zorros, que trabaja como un burro, que gime como una perra… Y, sin embargo, nada hay tan sutil, tan real como decirle a la cara a alguien, muy educadamente: “Tú eres un borrego, man”. Un borrego con pedigree.


Pues bien, como en ese poema de Bertolt Brecht, ocurre que un día alguien te dice a la cara que estos y aquellos son unos borregos y que se los llevan, que los meten por el aro, pero no dices nada. Te han convencido, venían muy bien vestidos, pronunciaban las eses perfectamente y acababan los participios en –ado o -ido.Y pronto alguien más te dice que esos otros, los de allí, son también unos borregacos buenos y que se los llevan, pero que no te atrevas a pensar mal. Cómo contrariar a quien te abraza más que tu hermano en cuanto te ve, ¡hombre, Pepe!, te mira a los ojos, te zarandea de gusto, y luego te pasa el brazo por el hombro, protegiéndote, concediéndote por fin la importancia que siempre has merecido. A ti no te importa, repites, llévatelos, no faltaba más, no te afecta, no te sientes afectado, tú no eres un afectado. Un buen día pasa que también quieren llevarse a esos de más allá y a estos otros de aquí al lado y que te preguntan si se pueden llevar a tu madre. Y dices que bueno, que vale, que sí. Y que a tu puta madre se la lleven, por favor, cómo no, que la cuiden de su reúma y de su nostalgia del marido muerto en accidente laboral, fue culpa suya, tonterías, y que la traten fetén. Luego hay ese momento sublime, especial, en que vienen y se ponen a mirar por todos los lados, como con desgana, y que miran como haciéndote un favor. En su alta mirada reconoces la mirada de los héroes, de los hombres de política, de los generales, de los visionarios. Y miran así, de soslayo, como quien no quiere la cosa, y de repente te das cuenta de que te miran a ti. Te sientes importante por momentos. ¡Tú también, cabroncete! ¡No faltaba más! Te miran y, además, te hablan. Madre mía. Entonces oyes que te dicen: “¡Ven aquí, amigo mío, ven a mi seno! ¡Ven aquí, borrego pascual, no me hagas correr, no me hagas sudar, va a ser peor, hazlo por la causa! Y sabes con todo lo tuyo que tú eres un borrego de los de verdad, seleccionado, autóctono, el único, el último. Y te callas. Callas solemnemente. Y balas algo como entredientes, pero no dices nada. Cuando miras a tu alrededor no ves nada. Si miras dentro, tampoco ves nada. Nada de nada. Ante tanta nada, no dices nada. Ni siquiera piensas en nada. Joder, nada por aquí, nada por allí. Magia potagia. Te ha tocado algo en la tómbola y no sabes qué es. Nervios ante la sorpresa, emoción, eres un gran tipo. Sientes que te están metiendo algo por detrás, pero no crees que sea eso que piensas, eso que decían. No será nada, te repites. O será poco, al menos. Esperas que sea muy poco.

Oh. Por tus cuernos de borrego adolescente o por tus cuernos de borrego viejo y sátiro sientes como un resquemor frío, una brisilla helada, un batido de contradicciones granizadas, una buena tormenta tropical, húmeda, diabólica y electrizante que te recorre las comisuras del alma, la poca vergüenza que te quedaba. Ya te da igual y por eso ahora callas con razón y no dices nada. Cuánto y cómo callas, iluso, papanatas, imbécil. Aunque no seas nada importante, aunque no seas nada, ya te están jodiendo a ti también. Igual que han jodido a los demás y a estos y a aquellos y al otro y al de la moto. Y a tu puta madre, borrego. Sólo sé que no sé nada, que soy un borrego, te gritas ya sin fuerzas.

Y, por Dios, si existe: que los borregos me perdonen.