NEURÓNIKA

NEURÓNIKA
¿Cómo escapar de la corriente continua de los Pixies? Los Pixies son crueles y elegantes. Emiliante dice que eso es puro pop con daño y Remo asiente.

mardi 7 août 2012

La poesía y la honra de Antonio Rodríguez/ A. G. C.





El delicado sonido del trueno

Le robo este título -yo que soy sobre todo eso: un ladrón- a Débora Cerio, quien así llamó un estudio muy inteligente sobre los vínculos entre historia y filosofía en la obra de Walter Benjamin. ¿Quién puede decir que no sea delicado el trueno, que no fulja el relámpago en toda su violencia y nos revele en la oscuridad lo hermoso, lo furtivo y lo definitivo de su latigazo y su latido sin rumbo? La poesía es algo así: numen, daimón, latigazo, latrocinio, tormenta, oscuridad, fulgor, iridiscencia, historia, crimen, salvación. Escribir un poema es asesinar muy delicadamente. Antes y después del asesinato no hay poema: solo los preparativos de la fiesta o el resto, el escombro, la baba del mar que se pudre en la orilla, la rémora que se astilla en los acantilados. Cualquier poeta sabe que la única experiencia inconfesable es la experiencia del instante en que la palabra se deja caer en la página y te dice que llega para quedarse, que trae incienso, oro y mirra en su seno. Como la palabra de Antonio Rodríguez Jiménez.

Fue Adorno quien cuestionó en una frase lúcida y lapidaria el horrible del lugar de la poesía en el mundo: escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie. Con toda seguridad. Peor sería, sin embargo, no escribir poesía después de lo más negro de lo negro entre lo negro. Una esperanza de redención hay siempre en el poema, querido Theodor. Una luz se entrevé en los vanos y los umbrales del otro lado. Luz, luz y luz, por favor. Lo de Auschwitz es, posiblemente, el ejemplo más claro de la falta de poesía en el mundo. Lo que pasa ahora es hijo de esa misma escoria, y no voy a explicarlo. Nos hemos deshumanizado, inhumanizado, infrahumanizado casi absolutamente. Sí, me preocupa mi paga extra, pero me olvido de África. Los banqueros y los políticos se mean en mi cara y no sé con qué limpiarme. Lo hemos hecho todo a mordiscos, perfectos como arcoiris de odio.

Hoy, como entenderéis, es imprescindible el poeta. El Minotauro ha de vivir. Que no se atreva Teseo a degollarlo. Que la voz del poeta vuele sublime sobre la mustia pátina de este mundo caníbal y la rasgue y le inocule el veneno más fértil: palabra enamorada, maravillosa, verdadera, divina. Que la voz del poeta retumbe, dentro y más allá de las cloacas en que vivimos, con la rotundidad del trueno. Que sintamos en la piel el delicado rumor del poema, que viene a salvarnos.

La hermosura del héroe

El poeta cubano José Martí decía –con toda la propiedad con que un hombre puede decir- que “la poesía vive de honra”. Así, con tanta sencillez, con tanta ingenuidad. En muy pocas palabras Martí recoge la esencia del pensamiento poético de todos los tiempos, de William Blake a Lautréamont, de Horacio a César Vallejo. El poema es trascendencia, no sumisión. El poema es siempre algo más. Como palabra de la tribu, la palabra poética es el altar en que se cumplen y se honran las aspiraciones, los deseos, las inquietudes, los tiempos de la tribu. Entre los múltiples cristales con que la poesía nos deslumbra –belleza, intimidad, música de la naturaleza, inteligencia, exquisita sensibilidad, imagen del sueño…-, la ética ocupa un lugar propio. La poesía es ese hueco en que se rescata y se protege la hermosura moral del hombre. Así es la poesía de Antonio Rodríguez. Una poesía que se alimenta con la ética de un samurái, sensual e intelectual, prometeica y órfica, discreta y poderosa. El poeta nos regala en los hermosos versos de El camino de vuelta (Premio Arcipreste de Hita 2012, Pre-Textos, 2012) la única lucha digna de un hombre: buscar el secreto de la hermosura del héroe, rescatar a la princesa del lodo, vivir un prodigio, gozar la paz anterior a todo ruido, dejarse ir al son de todos los vientos, lejos, muy lejos. Una lucha clásica como una oda horaciana.

Poesía como la de Antonio Rodríguez nos defiende de ese asqueroso olvido de lo humano al que llamamos dinero o poder y nos salvaguarda de la superexposición a las miserias más clínicamente cínicas. Llamo, por tanto, ética a esta sublime necesidad suya –y nuestra– de huir de lo mediocre, lo adocenado y lo bestial, a la conciencia de estar restituyendo una verdad original, a la dicha en el conocimiento de uno mismo, que es el conocimiento del otro. Con el timbre incisivo del mirlo, contra “la insoportable estupidez del mundo”, Rodríguez canta y se acoge a la calma universal del que observa las estrellas y es mejor así. Esa es su revolución. Su honor es la construcción reservada, privada, secreta, de un mundo mejor, inédito y redondo en su maravilla. El honor -nos dice- es eso que ocurre cuando el tiempo juega su juego contra la barbarie, cuando palabras como “camino” y como “volver” se revelan como la mejor forma de regreso a la limpieza poética, a la antigua pulcritud, a la elegancia. “Ha querido la noche señalarte/ con el mágico don de la alegría”. Mejor que nadie sabe el poeta que Marco Aurelio espera cada noche a Amy Winehouse en la barra del mismo bar y que cada noche cantan juntos la canción que habla del otro mundo, del mundo mejor, del mundo que es caudal de hermosura, heroísmo, honra. Enhorabuena otra vez.



Nada puede usurparnos la belleza

Antonio Rodríguez Jiménez.


Hay caminos posibles que discurren
libres de oscuridad y de zozobra.
No han dejado jamás de sucederse
los dones de la vida, junto al gesto
que nos devuelve al barro, a lo que somos:
naturaleza ciega y esplendente.
Porque resplandecemos
sobre lo más abyecto y homicida.
Hasta en la destrucción es deslumbrante
esta estirpe dañina y creadora.
Y hay algo que perdura
por encima de siglos y catástrofes.
Aunque cubran oscuras amenazas
el horizonte, hay algo indestructible,
no lo muerden el tiempo ni el desgaste
que persiguen las huellas de los hombres.
Mientras alguien aliente en este mundo
y acumule palabras este aire,
nada puede usurparnos la belleza.



















lundi 30 juillet 2012

El amanecer desde las últimas esquinas de la noche/ Arturo Tendero


                                                                Ilustración: "Esqueleto y flor roja" de Pepe Enguídanos
Andrés García Cerdán (Fuenteálamo, Albacete, 1972) ha ido creciendo como poeta desde los versos retadores y nocturnos de sus primeros libros, allá por el año 2000. En una década, de pronto, ha explotado. «Si no tuvieras ya un nombre, ahora mismo inventarías todo otra vez». Ha escrito una tesis sobre Cortázar, se ha hecho músico de rock y, de batir toda esa coctelera, de no detenerse siguiendo la consigna de Valente, ha ganado con Curvas el Ciudad de Pamplona, ha ganado con Carmina el premio Barcarola. Todo en dos años, como quien dice. Hay que aclarar que Cerdán es un poeta jijpi, el poeta jipi de Albacete. Dice que los poemas le llegaban de todos los rincones imaginables, desde un correo electrónico hasta el arranque de un artículo: «Yo mismo siempre, respirando en espasmos de calma». Y deslizándose en los automatismos, pero sabiendo conducirlos, nos sorprendía con poemas como Crema, lleno de amor cortazariano, el casi onírico Hacia marzo, los crepusculares Hacia la lluvia u Otra tarde, el renacentista Ulises, casi una poética en la que busca la identidad huidiza. Pero, si Curvas nos descolocaba, Carmina(Léase Cármina, del latín Poemas) nos recoloca en el espacio exacto que mejor domina: «Te ven llegar las calles, se echan a tus pies sin ningún límite». En esa hora fronteriza, la vida entera se extiende ante los ojos del que observa, solo hay que describirla. Los viajes, las lecturas, la niñez. «Hay un muchacho al borde de un barranco. / En él empieza todo y todo acaba». Esa luz que interrumpe la noche es como la bola mágica en la que todo está. Y él se afana por capturarla: «En más de seiscientas esquinas de Albacete he visto yo el amanecer» proclamaba en el libro anterior. Y en este encuentra cada vez «la mañana de un día que no importa». Sin embargo esa veta es solo el hilo conductor. Cerdán se atreve con todo. Se atreve con un homenaje a la lectura que huye de los lugares comunes y no le pierde la vista al misterio (Lejos). Se atreve con los viajes, con las lenguas extranjeras, en piezas cosmopolitas como Chiara o Firenze. Se atreve incluso a extraer poesía de una de las clases de lengua que imparte en el instituto. Y le funciona. Siempre ha sido audaz, pero ahora se siente «con una voz propia que nunca antes / lo había sido tanto». Está en gracia y lo sabe: «Entre el deseo y todo lo que es, / todo lo que será, todo lo que ha sido, / cabe una orilla más. Voy a llamarla / Muerte».




jeudi 12 juillet 2012

El silencio de los borregos/ Andrés García Cerdán





Siempre que pienso en El silencio de los corderos, esa película de miedo, en realidad pienso en El silencio de los borregos. Es éste un silencio que atraviesa secularmente a los de nuestra especie, a los serviles, a los mierdas, a los animales. El lenguaje habla por nosotros, de nosotros. Decimos que alguien come como un cerdo, que se comportó como una hiena, que chilla como un gorrino, que es una bestia, que es más guarro que las arañas, que es más puta que las gallinas, que es más zorro que los zorros, que trabaja como un burro, que gime como una perra… Y, sin embargo, nada hay tan sutil, tan real como decirle a la cara a alguien, muy educadamente: “Tú eres un borrego, man”. Un borrego con pedigree.


Pues bien, como en ese poema de Bertolt Brecht, ocurre que un día alguien te dice a la cara que estos y aquellos son unos borregos y que se los llevan, que los meten por el aro, pero no dices nada. Te han convencido, venían muy bien vestidos, pronunciaban las eses perfectamente y acababan los participios en –ado o -ido.Y pronto alguien más te dice que esos otros, los de allí, son también unos borregacos buenos y que se los llevan, pero que no te atrevas a pensar mal. Cómo contrariar a quien te abraza más que tu hermano en cuanto te ve, ¡hombre, Pepe!, te mira a los ojos, te zarandea de gusto, y luego te pasa el brazo por el hombro, protegiéndote, concediéndote por fin la importancia que siempre has merecido. A ti no te importa, repites, llévatelos, no faltaba más, no te afecta, no te sientes afectado, tú no eres un afectado. Un buen día pasa que también quieren llevarse a esos de más allá y a estos otros de aquí al lado y que te preguntan si se pueden llevar a tu madre. Y dices que bueno, que vale, que sí. Y que a tu puta madre se la lleven, por favor, cómo no, que la cuiden de su reúma y de su nostalgia del marido muerto en accidente laboral, fue culpa suya, tonterías, y que la traten fetén. Luego hay ese momento sublime, especial, en que vienen y se ponen a mirar por todos los lados, como con desgana, y que miran como haciéndote un favor. En su alta mirada reconoces la mirada de los héroes, de los hombres de política, de los generales, de los visionarios. Y miran así, de soslayo, como quien no quiere la cosa, y de repente te das cuenta de que te miran a ti. Te sientes importante por momentos. ¡Tú también, cabroncete! ¡No faltaba más! Te miran y, además, te hablan. Madre mía. Entonces oyes que te dicen: “¡Ven aquí, amigo mío, ven a mi seno! ¡Ven aquí, borrego pascual, no me hagas correr, no me hagas sudar, va a ser peor, hazlo por la causa! Y sabes con todo lo tuyo que tú eres un borrego de los de verdad, seleccionado, autóctono, el único, el último. Y te callas. Callas solemnemente. Y balas algo como entredientes, pero no dices nada. Cuando miras a tu alrededor no ves nada. Si miras dentro, tampoco ves nada. Nada de nada. Ante tanta nada, no dices nada. Ni siquiera piensas en nada. Joder, nada por aquí, nada por allí. Magia potagia. Te ha tocado algo en la tómbola y no sabes qué es. Nervios ante la sorpresa, emoción, eres un gran tipo. Sientes que te están metiendo algo por detrás, pero no crees que sea eso que piensas, eso que decían. No será nada, te repites. O será poco, al menos. Esperas que sea muy poco.

Oh. Por tus cuernos de borrego adolescente o por tus cuernos de borrego viejo y sátiro sientes como un resquemor frío, una brisilla helada, un batido de contradicciones granizadas, una buena tormenta tropical, húmeda, diabólica y electrizante que te recorre las comisuras del alma, la poca vergüenza que te quedaba. Ya te da igual y por eso ahora callas con razón y no dices nada. Cuánto y cómo callas, iluso, papanatas, imbécil. Aunque no seas nada importante, aunque no seas nada, ya te están jodiendo a ti también. Igual que han jodido a los demás y a estos y a aquellos y al otro y al de la moto. Y a tu puta madre, borrego. Sólo sé que no sé nada, que soy un borrego, te gritas ya sin fuerzas.

Y, por Dios, si existe: que los borregos me perdonen.

dimanche 17 juin 2012

Jesús Llamas y la aventura ultramarina de los libros



[Texto para la presentación de la novela en el Ateneo de Albacete, abril de 2012]

La lectura de El hombre alado en la Atlántida-cuya sugerente portada se debe a la mano del pintor José Jiménez Soler- es sencilla y tranquila. Poco a poco, de la manera más ingenua, te ves envuelto en una trama que oscila entre lo real y lo fantástico, en un vaivén envolvente, con una naturalidad limpia y entusiasta. Da la sensación de que lo fantástico es una superación necesaria de lo real y que es necesario asistir a esa transición con los ojos muy abiertos. El hombre alado en la Atlántida es una novela juvenil, con sus aventuras, con su descubrimiento. En este sentido emparenta con lo mejor de Joan Manuel Gisbert, José María Merino, Laura Gallego, Eloy M. Cebrián o Luis Leante, por citar solo algunos nombres de quienes han llevado el género a lo más alto. En el fondo, late siempre ese espíritu aventurero, la nostalgia de aventura de Robert Louis Stevenson, Jack London o Alain Fournier. Con todo, esta novela no debe considerarse solo en los difíciles términos de la novela para jóvenes. Para empezar no hay una moralina, no hay “carnaza” como gusta decir Jesús Llamas. Esta historia puede y debe leerse desde las perspectivas de la recreación histórica, desde el pulso del cuento de hadas, desde el relato fantástico, desde el cuento infantil. Y es, además, muy sugerente a nivel crítico. Puesto que no voy a despedazar la novela, intentaré revelar solo lo justo. Lo primero que me sorprendió en El hombre alado en la Atlántida fue que esos delfines que llevan a Frank al fondo del océano me llevaban a mí a la Naturalis Historia de Plinio y a esas historias míticas y lúdicas de los seres imaginarios. Hay un bestiario delicioso en esta novela. Se podría decir que Jesús Llamas inventa su propia mitología. Esa abuela que lee el diario de a bordo, no es muy distinta de la Sherezade de Las mil y una noches. Ese grumete que escribe hace 500 años en su cuaderno de bitácora su diario bien podría ser el cronista de los Diarios de Colón o el Ismail de Moby Dick o el Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Muy cerca se halla Harum y el mar de las historias de Salman Rushdie. Las dos historias paralelas que cumplen el relato confluyen en un objetivo final: borrar, desvanecer los límites entre vida y literatura, entre realidad y ficción, entre verdad y fabulación. El novelista es siempre ese gran fabulador, ese gran mentiroso. Su oficio consiste en tramar un mundo desigual, una realidad insolentemente nueva. En su papel de constructor del mundo, el novelista alza un hermoso castillo en el aire, imperecedero y altivo, en donde está ausente la muerte y donde todo es posibilidad. Para terminar, he de recordar que hay un hombre alado dentro de cada uno de nosotros, que solo hace falta dejarle abierta la ventana para que conquiste y reinvente la ciudad. He de recordar que la Atlántida no pertenece al reino de nunca jamás, ni al silencio de lo que pudo haber sido. La Atlántida flota de nuevo, como una isla deslumbrante, como una civilización eterna, más allá de Platón y de Francis Bacon, para devolvernos el tesoro interminable de la imaginación. A propósito de esta novela, recordaré también a Borges, que sabía muy bien que el libro es el tesoro más preciado del mundo y la extensión de nuestra imaginación y nuestra memoria. Es decir, de eso que perdemos y que nos roban a pasos agigantados: nuestra humanidad.

jeudi 7 juin 2012

Carmina según Javier Moreno.

Carmina (Andrés García Cerdán) [Palabras para la presentación en FNAC (Madrid, 2 de junio de 2012)] Este libro está hecho de poemas encarnados. Este libro va de la transubstanciación de la palabra en carne, un proyecto espiritual, en el sentido más pagano de la palabra. Leer este libro es por tanto comulgar –quiere decirse un modo de mirar y experimentar- con las cosas. Leer este libro es algo así como una especie de eucaristía y, en consecuencia, de celebración. Pero para que haya religión este cristo que es la realidad tiene que ofrecer alguna herida, algún resquicio, porque una religión es siempre una herida compartida (Las lunas, poema inaugural). La grieta de la que habla el poema las lunas me recuerda a Lo que vemos, lo que nos mira, de Didi-Huberman, donde el autor contrapone las lecturas estrictamente alegóricas (el sentido habita fuera de la obra) con las minimalistas (el sentido es la obra y para de contar) e intenta encontrar un camino intermedio, que es el de la grieta, la herida por donde la obra sigue supurando sentido (Interpretando los signos, Clase de lengua). Este es un libro vitalista y eso me gusta. Me gustan los poetas vitalistas. Hay algo de canto whitmaniano en Carmina. Leyendo a Andrés me venían a la cabeza los poemas de Manuel Vilas. Son poemas que hablan del amor a la vida, no el amor ingenuo del que la desconoce (a la vida), sino del que, precisamente por conocerla, se hace cargo de todas sus contradicciones, del dolor y del amor, del bien y del mal que anidan conjuntamente en ella, y asiente así doblemente, como dice Deleuze que dice Nietzsche (otra de las constantes de este libro): sí a lo bueno, sí a lo malo, y sí a esta doble afirmación, el bucle afirmativo que cierra la puntada del eterno retorno. Como dice en uno de sus poemas, el titulado Aude: Atrévete a decir manzana, fresa, tulipán, huracán, peligro, alma, estiércol, paradoja, día, águila, estiércol, belleza, histeria, hierba, mar y amor. El poeta, Andrés, habla en estos versos de viajes (Londres, Venecia, Toledo…), de otros poetas (Verlaine, Montale…), de música… pero no late aquí el viejuno corazón culturalista, no constituyen aquí las referencias cultas un decorado más o menos postizo para soportar el poema sino que todos esos referentes son la materia que, como decíamos al principio, se transforma en las palabras, son signos que sirven como motor e impulso de esos otros signos que acaban cuajando en la página en blanco y que llamamos escritura. Hablaba antes de vitalismo. Más que eso, hay poemas que rondan el éxtasis. El poeta parece dejarse llevar por un instinto fototrópico, el de las polillas, el de los girasoles y el de los politoxicómanos. La realidad, con sus experiencias y su cúmulo de detalles es materia suficiente para que el poeta se precipite hacia ella al precio incluso de a aniquilación. Este fototropismo llega a su punto álgido cuando el poeta declara literalmente su deseo de ser luz, la única manera de acceder al corazón del diamante sin romperlo (La luz se sume en la materia y es./ Eso es lo que yo hago/ y eso es lo que yo soy. (Ciencias naturales)), un proyecto que roza la mística, pero también extensible al deseo de exprimir al máximo la noche y experimentar la lucidez del que atiende en un parque de madrugada la llegada de un nuevo día. Me gusta mucho la versión de la primera elegía de Duino, de Rilke (Quién: Quién, si yo gritara…), el homenaje a Verlaine y a Montale. Este es un libro donde la carne se hace literatura y donde la literatura, no solo la propia y no solo la nacional, se hace carne. También se deja traslucir en este libro la idea de que la disciplina poética no es sino un modo de aprender a hablar y escribir (Viaje al fin de la mañana), una manera de instalarse permanentemente en el parvulario del lenguaje. Y todo ello lo hace Andrés a través de una escritura que yo calificaría de sensual, con una musicalidad que va más allá de la métrica y que yo asocio a una posible escuela murciana –hablo de la sensualidad y de una manera de entender el ritmo del poema, no de la temática- que va, por poner dos ejemplos extremos, desde Eloy Sánchez Rosillo a Cristina Morano. Por último decir que este libro es transmisor de una alegría contagiosa, que tras su lectura dan ganas de zambullirse en la vida y en la literatura, algo que Andrés parece no haber perdido en todo este tiempo. Habría que leer este libro por prescripción médica, y más en los tiempos que corren.

mercredi 9 mai 2012

El porvenir del cianuro (En la rave con Cioran) A.G.C.



[Ilustración del artículo del gran Chema G. Arake]

Nadie tan optimista como Émile Cioran. "Creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro", nos dijo. Cioran era un verdadero creyente y yo creo en él. Como nuestros políticos, Cioran convirtió el nihilismo en fe y esperanza; la aniquilación y la trepanación, en gloria y miel sobre hojuelas. En el destrozo se movía como pez en el agua. Él sabría apreciar de verdad las medidas que gobiernos e instituciones transnacionales nos aplican a rajatabla como se le aplica a rajatabla a un enfermo del riñón una medicación para la vista. El porvenir de la humanidad es, de la mano de nuestros consejeros, la crónica de un suicidio colectivo, anunciado. El problema es en realidad la definición del problema: lo que ocurre es que nos están suicidando existencial, económica, cultural, científicamente, aunque nosotros no queramos. Ellos saben bien lo que hay que hacer y se aplican, con un dogmatismo y una puntualidad ejemplar, a dosificarnos nuestra dosis de cianuro todos los días. El cianuro os hará libres, parecen decir, ya que no hay arbeit. Chupad de este veneno, hijos míos de puta, tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi cuerpo político, banquero y diplomático, el mismo cáliz que será entregado por vosotros a vuestros hijos, a vuestros alumnos, a los que vengan. Me hubiera gustado ir con Cioran a alguna fiesta. Habríamos sido los amos. Hoy como nunca don Emile sería la alegría del botellón, el centro neurálgico de la movida, el corazón caliente de la marcha. Sin duda sería el invitado más estimulante en la orgía de los desgraciados, el más lúcido entre las luces de neón o los láseres de la disco, el más altivo en los bajos fondos, el más abstemio en la profanación de los vasos y de la memoria. Iríamos vestidos a la moda de hoy: en paro, con cara de no saber qué está pasando, como abducidos por políticos y presentadores basura, con la sensación de ser engañados por nuestro bien minuto a minuto, con la pobreza por montera, desahuciados de todo, embargados e hipotecados hasta las trancas, con el desprecio por seña de identidad, con los huevos pelados de tanto estudiar oposiciones o echar currículos, con las yemas de los dedos en carne viva de tanto rezar en los cajeros, en las colas del paro, en las colas del médico, en las colas de los donnadies, comiéndoles la cola sin parar, a tope. Joder, sí, en las alturas de la noche, Cioran reivindicaría como un Dios mayor su lugar de hoy en las cimas de tanta desesperación. Sin duda es un personaje contemporáneo como ningún otro, ultramoderno, posmoderno o contramoderno como ningún otro a día de hoy. Qué decir de su pelo ralo, de su cara: parece Bukowski en el peor de los días de resaca; parece William Burroughs en su día más jonky; parece Leopoldo María Panero recién levantado de su siesta de sedantes. Y, sin embargo, se ríe como solo los locos y los iluminados son capaces de reírse. Esa cara de perro callejero, en blanco y negro, en un París que le ofrecía todos los días las fosas del ataúd de par en par, hoy es una cara moderna, la portada apostólica del 15-M. Creo que hoy se partiría de risa, que sería el hombre más feliz del mundo, que encontraría el mundo hecho a su medida: el despropósito, la pesadumbre, la melancolía y la contradicción asquerosa como premisas de un sistema social y político que día a día nos invita al suicidio intelectual y que día a día se reconoce a sí mismo en las líneas sangrientas de la muerte. Por supuesto, Cioran –como Luis Cernuda- creía en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro. Cianuro para todos y todas, miembros y miembras del planeta ruido. Bienvenidos a la auténtica y desmadrada rave del desencanto.

jeudi 3 mai 2012

Sobre los chiringuitos de la playa/ A.G.C.

Las dos cosas que más me gustan en el mundo son la poesía y las vacaciones, de ahí que el disgusto que tengo desde hace unos meses sea indecible, esto es, inefable. Se me quedan cortas las palabras. Se me acaban los mares cuando pienso lo que escuché: por decreto, como se hacen estas cosas, aplicando a rajatabla, sin piedad, no sé bien qué nuevas leyes de costas, decidieron cargarse los chiringuitos de la playa, su luz y su hermosura. Un segundo después escuché a una senadora explicar a gritos que la poesía no arregla las cosas. De inmediato a alguien de una tertulia se le ocurrió decir, con todo el desprecio de que era capaz, que había cosas que no se las creían ni en Albacete. Más allá de las etiquetas, que constriñen lamentablemente, me gusta lo de “poesía albaceteña” por lo que tiene de salvajismo intelectual. En los tiempos que corren –habría que decir que lamentablemente corren– pronunciar la palabra “poesía” debería considerarse como un insulto, como un hachazo antisistema, como una provocación traicionera. Pronunciar en voz alta “albaceteña” es, sin más remedio, el caos, la profanación del lenguaje, la reivindicación de lo que no debería haber existido nunca. ¿A quién se le ocurren barbaridades así? En verdad que habría que tener a estos señores que se hacen llamar y que son llamados poetas como la escoria más peligrosa, más radiactiva del planeta. Si son de Albacete, apaga y vámonos. Y, sin embargo, queridos míos, ahí están esos poetas. No los he visto robar fondos reservados, no los he visto holgazanear tras su mesa de despacho, no los he visto fardar de coche oficial, no los he visto gastarse 15.000 euros del ciudadano en putas, farlopa y vacaciones en el Caribe, no los he visto joder al personal como por arte de magia, no los he visto burlarse de los ciudadanos de a pie, no los he visto suprimir los pocos bienes sociales que teníamos, no los he visto acogerse a esa inmunidad total que es la crisis a la hora de reventar las familias, las vidas y los presentes de todos nosotros. En algún sitio he leído que el poeta flota como una llama sobre el lodazal. Depende. Si el lodo llena hasta los topes, por los cuatro costados, la habitación, el poeta es una llama en medio de la mugre, chupando mierda, brillando con una vela marrón entre los escombros apestosos de las instituciones políticas. El día en que me enteré de que quitaban los chiringuitos de las playas algo dentro de mí agonizó y murió doblemente: el poeta y el mar. Ese fue para mí el Día de la Pesadumbre Mundial. Y me acordé de Goya, de León Felipe, de Noam Chomsky y de Pedro Casariego Córdoba. Y pensé que estamos gobernados por subnormales y canallas y que hacen política para subnormales y canallas. Y pensé que el sentido común está en paradero desconocido. Y pensé que esta libertad de que gozamos es una mierda de libertad fantasma. Que nos han vendido a las multinacionales, las bolsas y los putos mercados. Que nos han vendido a la idiocia y el mal gusto. Que nos han convertido en los esclavos más esclavos de la historia. Que eso de democracia es un espectro que se come la comida de siete. Que nos han traicionado muy profundamente. Que se aplican en robarnos sistemáticamente desde que nos levantamos hasta que nos acostamos: luz, teléfono, gas, hipotecas, comisiones bancarias, subidas de tabaco y alcohol, zonas azules, verdes y rojas, … La gran reforma del sistema sanitario se traduce en que no les pagarán las operaciones de varices a las abuelas. Y pensé que los gobiernos de España nos han miserablemente vendido una y otra vez, que están en connivencia con la sangre del capitalismo caníbal. True blood! para quienes chupan nuestra sangre huérfana por el placer vicioso de chupar. Chupan y chupan todos los días. Si te revuelves un poco o te rascas en la quemazón anestesiada de la herida aplican el reglamento: 2x2=5. Su reglamento. El día en que dijeron que prohibían los chiringuitos de la playa, que los iban a demoler, quise que a los gestores de la idea les reventaran las pelotas. No nos quitan el chiringuito: nos quitan lo muy poco que nos han dejado para disfrutar. Los únicos 15 días de vacaciones, el palmito de arena de playa donde cae una lágrima de cerveza, la magra con tomate que consumimos en cuclillas, al lado del cuñao y de la suegra, en una costa atestada de bichos como nosotros. ¿Y quitan el chiringuito? Habría que volver a alzar una buena horca en el centro de España. Ya no hay más solución que cepillarse a esos cuatro desgraciados que no se reconocen en lo ridículo ni en el daño que les hacen a estas pobres alimañas que somos los demás. Ellos siguen ocupados en su negocio de transporte de animales vivos. Nosotros nos escapamos por la puerta de atrás.

dimanche 15 avril 2012

Sobre Carmina/ Andrés García Cerdán

(Ilustración: La casa verde, Karmina Ramírez 2012)

Los poemas más antiguos de Carmina nacieron hacia 2005. En ellos está mi fascinación por la literatura de los otros y mi fascinación tranquila ante los otros que hay –poéticamente– en mí. Me parece esencial esta necesidad de revolverse sobre uno mismo y sobre las entrañas del lenguaje. Mis libros iniciales –Los nombres del enemigo, Los buenos tiempos, La cuarta persona del singular, Curvas- fueron libros de un buscador, libros escritos para el asalto del siglo al tren de la poesía. Un acto de amor caníbal. Una experiencia de ruptura de límites (“No conozco los límites del cielo/ Porque no tiene límites será”, digo en El cielo). En Carmina, ahora, me atrevo a esa ruptura que consiste en vivir dentro de un poema, dentro de su carne, donde cada día es una fiesta, donde amanece hímnicamente una y otra vez. En Carmina canto la sensación de tener mucho tiempo y, por ello, no querer perderlo. No ver la muerte de las estrellas: solo su brillo, sentir la vibración de las montañas a mi alrededor. De rabia están hechos, sin embargo, otros poemas (Rage, rage against the dying of the light!, dice Dylan Thomas), y de conciencia de finitud y, por supuesto, de un peligro tan hermoso como el de Nietzsche. Por último, creo que casi siempre, para ser honestos, escribir un poema es aprender a hablar, aprender a decir de una sola forma lo que se dice una sola vez.

(Texto para el catálogo de la presentación de Carmina en FNAC Castellana, Madrid, el día 2 de junio de 2012)

Stukas
Como un milagro, el agua de tu nombre
sostiene el mundo. Yo lo habito
con la fluidez melancólica
de una ballena ártica. En tu nombre
dejo escrito mi nombre.

Las letras glaciales del cielo,
que se abre para nosotros,
nos escriben.

mercredi 29 février 2012

En la cabeza de Burrito Panza/ Andrés García Cerdán













A las cinco de la tarde. Quedamos a las cinco en punto de la tarde, como los toreros, y en Albacete hace un frío que pela. El aire crudo desfila por la calle Feria como una fiera. En frente de los locales, la furgoneta late en doble fila, con los intermitentes encendidos y parece que el frío se haya metido dentro y que ralentice ese latir luminoso hasta convertirlo en un pulso lánguido en la sombra. Arriba, entre los edificios, el cielo aparece radiante, con esa gracia de los días de sol de invierno. Un halo siberiano, sin embargo, se empeña en congelar en el aire las caladas de cigarrillo en el momento en que Carlos Flan llega, solo, con la chaqueta cruzada sobre el brazo izquierdo y una bolsa negra de viajes de Cutty Sark en la mano derecha. Chaquetón negro hasta las rodillas y bufanda roja.

Dos viajes a los subterráneos desentrañan del local las guitarras, el teclado, las pedaleras, un ampli verde oscuro y el bajo, que va enlatado en algo parecido a un ataúd. Mora parece un brigadier enfrascado en el abrigo largo negro. Carlos Cuevas se mueve con agilidad y elegancia entre los bultos, dando saltitos como un gorrión aterido. Lucía encaja los cacharros en la parte de atrás de la furgoneta. Y subimos. Is no viene esta vez. Un número de diciembre de Mondo Sonoro en el asiento de atrás. Un par de trapos sucios en el suelo. En un zigzag por las calles de la ciudad la furgo nos saca y nos echa al llano, en dirección sureste, hacia Murcia. Es cuatro de febrero y huele bien. En la radio suena “Helter Skelter” de los Beatles, la muñeca favorita de Charles Manson, y un poco después un disco de Wilco, The Whole Love, creo, que Mora lleva en un pen-drive y que a Flan le gusta. Llama Faissal a la altura de Hellín: le conceden el permiso de residencia. Hablo con Carmina, cuya voz resquebraja las cuatro nieblas que quedan aún en mi cabeza de anoche. Es más real la realidad cuando ella está al otro lado del teléfono. El viaje es tranquilo. La autovía fluye a nuestro lado. Cuevas echa un pequeña cabezada y Carlos empieza a desaletargarse a mi izquierda, cuando los polígonos dejan ya ver sus tentáculos entre las huertas y los pueblos. Tres o cuatro grados más por las primeras avenidas. Bienvenidos a la ciudad del río Thader. Llegamos. 12 y medio. Microsonidos, una hoguera de música que promete arder, seguir ardiendo.

Cacharros a la sala. Habitaciones de hotel. Un breve paseo por el tobogán. Prueba de sonido inmediata e impecable. “Más allá habrá un lugar/ que desde aquí ya no es tan lejano…”. El bajo atrona desde un resplandor saturado de matices y pulcritud. La distorsión compacta de la guitarra resbala por el techo de la sala y calienta el aire. Mientras palpitan y crujen los primeros golpes sobre la batería, llega el grupo que toca en primer lugar, Home, de por aquí, pienso. Todo tiene ya su brillo y todo arde. Los Burrito Panza empiezan a esbozar con toda su clase los primeros compases de “Un eco extraño”, uno de los dos nuevos cortes grabados para la versión en vinilo de ese gran debut que es Solo y mal acompañado (El Genio Equivocado, 2011). Suena potente, muy potente y brillante, muy brillante y zarandea la sala. Luego “Tu lado especial/ es tu lado salvaje…”. Un cambio de guitarra, de Gretsch a Fender Stratocaster. Cambio de medio milímetro de un monitor. Comparece la banqueta para el piano. Fin de la prueba. “¡¡Así da gusto, hostia!!” Breves y leves retoques de la utillería del escenario. Los chicos desfilan tranquilos y sólidos por la escena, marcando potenciómetros en el perfil de los amplis, llevando un charles a un rincón. Flan viste ahora de negro y gris. Mora se pasea ahora como Lou Reed por el hall de un hotel, en su chaqueta de traje negra, con su camisa de cuadros abotonada hasta arriba. Cuevas es un crack dentro de una camisa negra que se va a cambiar muy pronto. Y brillando. A la espera. Al acecho. En paz y en guerra como los hijos del indie.

Ya en la barra, Flan me cuenta los fenómenos paranormales de la primera grabación de “Un eco extraño” en su casa. Algo sonaba, silbaba desde más allá siempre en los mismos compases de la toma. Nos echamos las primeras cervezas. Strato, Music Man, Gretsch. Y Mora cuenta que en Madrid, en Siroco, el técnico le pide “¿Puedes tocar los platos como si no estuvieras en el infierno?” a Cuevas, que es un ángel carnal. Creo que el sonido en la sala 12 y medio es guay, incluso en febrero, entre las bufandas. En el infierno. A Mora le gusta que la batería suene así, como en el infierno, y se lo va a decir al Pájaro cada vez que vea que tal, eso dice.



Y en la cena, en un restaurante al que se llega subiendo unas pasarelas horribles –qué lejos queda Venezia–, Mora y Cuevas recuerdan un concierto de Surfin’ Bichos en Puerto Lumbreras en el que a dos fans los premiaba una radio con ir a cenar con ellos, y en la misma mesa. Bromas y vino. Pulpo al horno, migas, montados de salmón, croquetas caseras, zarangollo, y de postre unos cafés y unos chupitos de coñac. Ahora, mientras echamos un cigarro en la puerta, se levanta un levante raro y Cuevas echa de menos su rebeca negra. Se la ha dejado en el 12 y medio. Flan y yo volvemos a la habitación del hotel a buscar un aparato que ajusta potenciómetros y a que se cambie de vestiduras, también a comprobar que la estufa ha calentado algo la habitación. “Un poco, sí, pero poco.” La estufa de Lucía, por su parte, zurre como si fuese a despegar y tampoco calienta nada. Y eso que en Murcia nunca hace este frío asolador. Parece que hoy el aire se ha venido desde el llano con los músicos y que quiere aullar entre las palmeras y las nuevas urbanizaciones. He hablado a Carmina y luego hemos vuelto al restaurante. Carlos ha escrito el orden, el set-list, y lo reparte como un chamán. Un poco más de coñac para aplacar el desorden y unas risas para no saber dónde acaba todo y empieza algo más que todo. El road manager de Papercuts pasa a nuestro lado y explica cómo se vuelven locos los americanos con las gachas migas. El tipo, por supuesto, es valenciano y se llama Nick. Se acuerda del otro Carlos, Honky Tonky Sánchez, una noche: “¡Ven-a-mi-cassim…!!!”. Nos reímos todos. Sánchez, qué grande, maldita sea. Nos vamos. Ya en la calle, Lucía dice algo sobre sentir y no sentir las cuatro extremidades.

La sala está casi llena. Llegamos cuando ya ha empezado el concierto de Home, que se entregan con fuerza en canciones de un rock alternativo muy The Cure, cerca del post-punk a veces, cerca otras veces de lo electrónico o cerca de algo new-wave. Predican LOVE desde los amplis y las guitarras. Confirmado: la sala suena. Subimos las escaleras. El camerino es un lugar un tanto inhóspito, pero agradable. Hay fruta y bourbon. Mora coge la primera percha que ve y cuelga su abrigo de brigadier en el fondo del cuarto: sabe muy bien adónde viene. Las paredes del back stage, del camerino, son verdes y negras y están forradas de frases, nombres de grupos, corazones e imperdibles. Hay fresas caídas sobre la mesa y media botella de Johnny Walker Black Label, un espejo grandísimo. El cantante y el batería de Papercuts toman algo y se atusan el pelo. Todo está escrito con graffitis de Tortel, Maga, El columpio asesino, Los Cronopios y Bigott.

Incendio es la palabra. Levedad es la palabra. Empieza el concierto. Cuando Flan empieza a darle y a cantar, los astros toman la dirección correcta y el viento de la calle se queda quieto. “La última ciudad” suena genial. Ahora la sala está llena y, al fondo, cerca de la barra, veo la cabeza noble de mi hermano. Desde aquí, los tres forman un triángulo impecable sobre la escena. “Nunca descansa”, “El extraño”, “Las reglas del mal”. Y da la sensación de que además, un palmo más allá del suelo, sobre las sombras, sobre el monocorde desprecio de la belleza del mundo, suena bien otra canción de Burrito Panza, suena “Techo”, suena bien todo lo que hacen.

Con “Estoque” entran a matar. Dice Flan “Cambio de clima”, engancha los primeros arpegios y estamos de repente, sentimentalmente, en una playa o en una cresta de Marte. Mueve los dedos sobre el mástil de la Gretsch como si lo guiara un demiurgo, con elocuencia eléctrica, con un puro saber estar ensimismado. Con “Vuelta a casa” uno va rompiendo a su paso la línea recta de los cuadriláteros. Con “Tu lado salvaje” todo se mueve y la gente no sabe de dónde le viene la música y la busca dentro y dentro la encuentra. “Un eco extraño” está aquí. Y “Luz roja intermitente”. Y, para acabar, cuando aún parece muy pronto, las “Cosas que olvidé decirte”. Perfecto.

La gente los mira y los aplaude mientras salen del escenario. Suben al camerino, que ahora parece el camarote de los hermanos Marx. Aparece la rebeca negra de Carlos Cuevas. Nos hemos hecho unas fotos en los camerinos. Nos hemos divertido con el sudor frío del directo aún en la piel. El fuego arde ahora por todos los sitios, por todos los sitios hay un tobogán. Nos deslizamos. Sí, sigue habiendo fruta sobre la mesa, en una bandeja de plástico, pero nadie la toca a estas horas. Nadie la toca: manzanas, kiwis, fresas. El güisqui está a punto de decir adiós. Flan dice que ha tocado esa canción de otra manera porque le apetecía, le gustaba así más. Luego: “Vamos a secuenciar algunas cosillas con el cacharro que tiene el Pájaro, rollo Pixies”. Fumamos y nos damos abrazos. Como siempre. “El bajo de esa canción es muy Pixies, sí.” Flan ya tiene ideas de canciones para otro disco, y para eso hace falta espacio, intimidad en el local. En los ensayos, se te ocurre una canción y te pierdes en ella y luego te echas una caña bestial. El clímax es el momento, a mitad de la canción, en que piensas adónde vas. Luego vas hacia ahí y vas y vas.



Lucía: “¡Nosotros somos gente de ideas!”. Y risas. Lo que se cuece en el local cuando salen cosas como “Cosas que olvidé decirte” y “Tu lado salvaje” es inolvidable. “Inefable” digo yo. “Cállate, anda, listo” le escucho a mi subconsciente. Y, cuando cierras una canción y notas que te pone, es un rollo personalmente muy constructivo, muy cool, y te llena como nada. Siguen hablando de la inmediatez clara del directo. Y de nuevo del ensayo y de crear la canción. Siempre hay una canción más por ahí. Pienso en Bob Dylan, en Tom Waits, en Bon Scott, en Thom Yorke. Hay que bajarla a la tierra. Pero te preguntas dónde cojones está, dónde cojones estamos. Y puede ser grandioso. Discutes, tomas decisiones. Puede oler a NAPALM, a victoria. Puede ser una barbaridad. Si te oyera Beethoven... Y Alfaro, déjalo así, yo disfruto así. La canción puede ser de Alfaro, pero la canción manda por encima de Alfaro. Y de Eddie Veder. Y de Billy Corgan.

Papercuts suena bien. Jason Quever parece tímido y reservado en los camerinos y en el directo, pero es claramente el centro de esta avenida en que confluye un indie-pop doméstico, fresco, lírico, ahora auspiciado por la grabación de Fading Parade (2011) con la mítica Sub Pop de Nirvana o Soundgarden. El tío lleva ahora una guitarrilla que parece un ukelele, no sé bien, veo regular. Pero la música nace de un velo sutil que nos envuelve. Jason lo explica muy bien: “Había demasiada música agresiva cuando yo era más joven y me apetecía hacer algo diferente. No quiero golpear a la gente en la cabeza. Eso es justo lo que yo no soy. No necesito ser necesariamente el centro de atención.” La propuesta es gentil, sofisticada y con un toque muy pop, naïf, como de insoportable/soportable levedad del ser. Y suenan bien canciones como “Future primitive”, “Do you really wanna know” o “Do what you will”. Por supuesto, a Modesto Colorado le mola lo que hacen. Esto es algo que estaba claro desde antes de empezar. También está claro que Burrito Panza ha barrido profundamente la escena con su pegada y que Papercuts ha venido –afortunadamente– desde California a decirnos algo parecido a lo que sabíamos. Lloran las botellas de cocacola. En su seno hay también una canción de burbujas que se descompone con los golpes de angustia poética, casi Light, californiana de estos tipos. Ahora el cantante golpea con su último hit de la velada, “Sandy”, hasta una extenuación rosa, los trastes de su guitarra. Necesita acabar así la noche. Y así la acaba, tranquilamente. “Thank you”, dicho desde sus adentros.

Se va la gente del 12 y medio. El local se desangra en la pista de abajo. Arriba, sobre la espalda de Mora escribo estas palabras. La espalda del Mora, ni más ni menos. Flan está sobriamente feliz. Y las luces del local pueden flotar lo que quieran, nosotros flotamos más. Nosotros hacemos flotar al escalofrío amarillo del locutorio, de la recepción, del office, del camerino. En círculos volamos sobre la presa. La música es la presa. En la barra rebuscamos unas monedas para comprar un Marlboro. “Cuídame la chupa, anda, que soy capaz de dejármela.” Y sigo escribiendo. En tinta roja escribo. “El rojo es un buen color, un poco agresivo, pero un buen color, ¿eh?”. “¿Tienes un boli blanco?” “¿Para qué?” “Hombre, para escribir sobre negro.”

“Fascination Street” en el aire de la sala. Luego Kasabian. Luego The Jesus and Mary Chain. Alguien, a las 4.32, me pregunta por ti, amor mío. Y yo te mando volando, en línea recta, un beso y te deseo buenas noches, ahora que estarás ya durmiendo. Y suena AC/DC. Esta noche Modesto está exultante, agarrado a su güisqui con cocacola. Es más, se ríe al lado de Sara, entre nosotros, con su risa frugal. Con su absolutismo mod va de un lado a otro. En la dirección correcta se mueve y me dice: “La garganta, la garganta de Carlos Flan…”. Más risas. Ahora, mientras los Burrito se estiran sobre la perfección, me estiro yo sobre el último cubata. La última palabra cae en clave de sol, me estremezco con unos pocos pasos sobre el escenario, me acuerdo de la tentación lenta de los sentidos. “En esta gira he aprendido que un ampli de guitarra como este debe estar orientado hacia el cantante. En dirección al público, la ganancia le fríe al más pintado las orejas.”

En la puerta, cuando ya nos vamos, hay una chica que lleva tatuado en el cuello, debajo del cuello, como un collar, “mil millones de veces”, la canción de Mercromina. Se llama Ana, dice. Adiós. Y enseguida, muy pronto, al filo de las 5 de la mañana, en la televisión del hotel cantan las sirenas de los coches de policía muy cerca de la cama. Y nos dormimos.

Amanece a las 11. Un desayuno completo. Con Bernardino. De vuelta a casa. Creo que he perdido el móvil. Igual se me ha caído en la calle. Qué putada. Qué sensación más tonta de desastre. Me revuelvo dentro de la furgoneta, palpándome todos los bolsillos. Miro por ahí, y nada. Lucía pone a Amy Winehouse. Los tres Burritos están en el asiento de atrás, cansados, callados y felices. Y vuelvo a llamarme una y otra vez. Y ahora suena Zaz como una furia. Y entonces, a la altura del tolmo de Minateda, lo veo. Ahí está, en el suelo, al lado de la puerta de atrás. “Mi móvil.” Se ríen. Todo en orden y en paz. A la entrada de Albacete explota de nuevo “Helter Skelter” y parece que el círculo se cierre. Eso sí: el corazón y la cabeza en orden. Y 13 llamadas perdidas.

Fotos de Javi García y Mari Carmen Torres.

lundi 30 janvier 2012

Firenze

[Para Laura Noccioli]

Spettacolo Firenze: el jazz, los jonkis,
la fachada de Santo Spirito en las sedas de Gucci,
la fuente donde los heridos beben,
los perros sobre el escenario de un concierto,
las columnas de mármol, los árboles frondosos,
junto a los setos y los santos, enamorado
de los puentes, las puertas, los mosquitos –cabrones–
y los pasos de peatones despellejados.
Viene la noche. Las torres de los campanarios
vuelan por la penumbra azul del aire.
En la plaza los heridos gritan “¡Domenico!”
mientras bailan al ritmo de la hierba.
Mis ojos grandes miran la ciudad,
la que eternamente se desencuentra.
Entre adoquines, brillantez y hastío
de siglos, me desencuentro yo y floto.
Si llego a la ciudad desde el abismo
luminoso de las cerezas, todo el paisaje
es un lienzo de agua. Todo pasa a mi lado
con el sosiego transparente de otro verano,
con la paz verdadera y el orgullo
de haber sido una vez inmensamente feliz.


(De Carmina, Nausícaä, 2012)