Llamadme Ismael
Andrés García Cerdán
“Sé río una vez/ para llevar en tu seno las
lágrimas/ de los que te rodean.// Sé una vez madera de árbol/ -sin nudos ni
cortezas-/ donde el hacha de los que te necesitan/ pueda comer en tu tronco./
Hazte una vez,/ aunque sea una sola vez,/ espiga”. Así nos habla desde sus
libros Ismael Belmonte (1929-1981). Con toda intención tomo el título para
estas palabras del conocido inicio del Moby
Dick de Herman Melville. Añadiría, poniéndome en la boca del albaceteño, un
“simplemente”: “Llamadme simplemente Ismael”. Uno más, uno de los nuestros. Que
la buena poesía pasa sobre los años con una intensidad y un fulgor férreos, llegada
siempre desde lo profundo, es algo que advertimos en sus palabras. Más allá de su
discreción y de su tiempo, en él, como en Horacio, como en Virgilio, olemos la
tierra fecundada de siempre, nos estiramos hacia el horizonte de todos los siglos,
nos aventuramos con un arroyo perpetuo o alzamos la vista al limpio cielo infalible
de nuestra geografía. En sus poemas siento con nitidez la tierra que pisaron mi
padre y mis abuelos. En sus palabras permanece la naturaleza y permanece el
hombre inviolado en sus atributos originales más nobles. El poema es ámbar que
preserva en estado puro las ideas y las cosas.
Días atrás, su
hijo Joaquín Belmonte ha organizado un acto de homenaje al poeta. Por él han
discurrido, en el espacio Pepe Isbert del Teatro Circo, algunos valiosos poetas
llamados por un secreto a voces: Ismael es un poeta de verdad, sorprendente en
su maestría y su fecundidad, alguien con una especial sensibilidad para captar los
gestos del humanismo en un siglo XX desolador, mísero, muy necesitado de paz y
de palabra. Su voz viva sigue hoy incrustada en la genética de nuestra poesía actual.
“Hasta donde la vista alcanza”, sencillo,
poderoso, intenso, es uno de sus poemas más recordados. Hasta donde la vista alcanza/ todo es mío:/ la luz,/ el viento,/ el
vuelo de los pájaros,/ el verde de los campos/ y el rocío./ Lo demás no me
importa./ Yo nunca lo he tenido. Toda una declaración de principios vitales
y estéticos. No en vano, la suya es fundamentalmente una lección de amor a lo
que realmente importa, sembrada una y otra vez en el poema. Si sus primeros versos
y sus primeras apariciones –el poeta debía llevar su palabra, como un don, a
los hombres, a la calle– llegaron hacia principios de los años 70, ya por entonces
es un poeta maduro, afortunado. En una década prodigiosa hizo suya una obra
amplia, incendiada de matices. Sorprenden su dominio de los metros clásicos y la
frescura con que se acerca a la belleza y a la filosofía. Su discurso poético se
mueve entre la comunicación humana y la contemplación del paisaje inagotable, fértil.
Sin duda, es un poeta de los campos. Es también un poeta del aire, del fuego,
de las trascendencias. Es antológica su versión social, su diálogo machadiano
con el otro y consigo mismo.
En su obra,
bien editada al cuidado de Andrés Gómez Flores por la Diputación de Albacete, cuando
aún se editaban libros con este cuidado, quizá sorprenda la mirada: se extiende
sensual y reflexivamente sobre el mundo, mirado como por primera vez, se convierte en erótica abundante de lo
contemplado. Es una mirada pulcra, filantrópica, emocional, atenta a los
detalles decisivos, entregada al rumor oculto y maravilloso de las pequeñas
cosas. “Que nadie me pregunte qué senda
voy buscando/ mientras firmo las huellas que dejan mis pisadas.// Que nadie se
me acerque creyendo que respiro/ otro aliento distinto del que mi sangre
manda.” Es, sobre todo, una mirada al que mira también desde el poema.
Los ecos en su
poesía remiten a lo mejor de la literatura española. Por un lado, Antonio
Machado y el paisaje vivo del alma viva del hombre y de los pueblos de España.
Por otro lado, la poesía comunicativa, social de los poetas del medio siglo:
Gabriel Celaya, José Hierro, Blas de Otero, Ángel González. Con ellos comparte
la necesidad de decir las cosas a las claras, de insistir en las consolaciones
humildes y feraces del recorrido, de reconquistar al hombre que se pierde en
los ruidos de la civilización. De su especial sensibilidad y elocuencia se
deriva su actualidad imperturbable, como en César Vallejo o Claudio Rodríguez.
El de Ismael
Belmonte es un camino compartido –Ángel Crespo, Dionisia García, Eladio
Cabañero, Juan Alcaide, Paco Jiménez Carretero, Alfonso Ponce- y también un
camino propio. En tiempos en que triunfaba en las élites poéticas del país el
culturalismo de los novísimos y sus metaliteraturas, el poeta enarbola una
esencial naturalidad expresiva, hija de la oda elemental de Neruda y Miguel
Hernández. Esgrime los argumentos sólidos de la palabra contenida, sembrada en
el surco del día y alzada de repente en espigas de hermosura e inteligencia. La
luz nos acoge en sus poemas y nos hace suyos y nos arrastra a los límites
imprecisos de este amplio océano de tierra. Hasta donde la vista alcanza y más
allá.
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