I
Ποίησις. Creación. La idea misma del hombre es poesía. Poesía animal. Hemos reservado para nosotros las pulcras etiquetas de homo sapiens, homo ludens, homo ridens, homo scribens, homo loquens. Sobre todo, ésta última. Hombre que habla, dotado de palabra, de expresión. Que entre todos atributos humanos le concedamos un lugar de privilegio a nuestra capacidad de hablar, y que no veamos con los mismos ojos los demás, muestra la importancia que otorgamos a la palabra, una importancia radical, instintiva, inconsciente, real. La palabra es construcción y posibilidad, es el todo, el inicio de todo, la raíz, el cielo. No existe pensamiento fuera de las palabras (Louis Aragon). La palabra le da sus límites al mundo (Wittgenstein) y nos crea. Para decir a un hombre hacen falta todas las palabras (Roberto Juarroz). Lo que somos es palabra que se vuelve hacia un ser de palabras, metahumanamente, metapoéticamente.
Jacques Lacan llega al límite. "Toda palabra tiene siempre un más allá, sostiene varias funciones, envuelve varios sentidos. Tras lo que dice un discurso está lo que quiere decir, y tras lo que quiere decir está otro querer decir, y esto nunca terminará a menos que lleguemos a sostener que la palabra tiene una función creadora, y que es ella la que hace surgir la cosa misma, que no es más que el concepto." Representa la palabra el orden simbólico, a partir del cual, los otros órdenes, imaginario y real, ocupan su puesto y se ordenan. Ostenta, por tanto, la palabra una función claramente creadora. Existe lo que podemos decir y, porque podemos decir, existimos. "El verdadero cuerpo, el primer cuerpo, es el lenguaje." Y es entonces el lenguaje el que le da cuerpo a todo.
El instinto ilumina a Juan y le hace comenzar su Evangelio con el archiconocido texto: In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum. Hoc erat in principio apud Deum. Omnia per ipsum facta sunt: et sine ipso factum est nihil, quod factum est : in ipso vita erat, et vita erat lux hominum: et lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt.
Hay, además, algo atávico en la idea que el hombre tiene de lo poético. Caótico y divino, pecado original, forma sublime del miedo, la desdicha, la impiedad, la clarividencia, el fulgor, el daño, la dicha, la Palabra es el primer atributo de lo humano, el atributo del que todos los demás penden, desde el que todos los demás son. Y la palabra poética -palabra anterior a la palabra- es el principio. Antes de la palabra hay una Palabra, de la que la palabra es apenas el atuendo material y conceptual. Si la palabra crea el mundo, quién crea a la palabra. Si para pensarnos, para hablar de nosotros, para hablarnos, nos valemos de palabras, ¿qué otra cosa somos sino palabras? Por supuesto, el secreto mejor guardado en Un mundo feliz de Aldous Huxley es la literatura de William Shakespeare, aquello capaz de hacer de un trozo de carne con ojos un hombre, un hombre libre.
Pero antes, es ancestral y genesíaco, inaugurador y primigenio lo que hemos de llamar "poético". Más allá del arte, trascendiendo el ámbito de la lengua y el lenguaje, la poesía ha de ser concebida como una realidad espiritual generatriz, el simulacro que ordena el simulacro del caos.
Estructura latente del mundo, que sólo existe desde ella, tela de araña de la existencia, de la realidad, del cosmos, cercana al juego, al delirio, a la iluminación, a la inconsciencia, a la transgresión, quizá la poesía sea primordialmente expresión. Expresión de una humanidad consciente de su dolor, maravillada por las tormentas, entregada a la seducción de las palabras, arropada al calor de un adjetivo o un nexo. Expresión sin por qué ni para qué, magia, balbuceo de gozo, místico, panteísta, revelador, rebelde, expresión en sí, porque sí, iniciática.
Lo comunicativo es algo secundario y seguramente menos trascendente. La comunicación no es más que la rémora del fondo social en el que utilizamos el lenguaje, dirigido al otro, pragmática de la expresión, que se convierte en uso, intercambio, en reflejo, en ir y venir, en.
Celebración de Roberto Juarroz
Corresponder, asociar una idea a una palabra es el destino de todos nosotros en la tierra y en el aire, dentro y fuera, al derecho y al revés. Así cambiamos no inútilmente el mundo. Y así cambia el hombre o el hombre no sigue cambiando: que se quede, en el segundo que insufla el infinito a la historia, quieto en su cambio continuo y redondo, pero que celebre intensamente su posibilidad.
El trazo. La poesía de Luis Martínez-Falero
Tiene el poema, como la soledad, sus ritos. A la ceremonia de la celebración de la palabra invita Luis Martínez Falero en su imprescindible Palimpsestos. Llego a este libro con las manos limpias. Imprescindible. Es la suya la voz más lúcida de la poesía del puto páramo. Destila pensamiento y clase. El metapoema, el universo silábico, la correspondencia propia, la sinestesia del origen, el bosque de sonidos y significados y auras y referentes, la desnuda orgía de la inteligencia ponen al lector de este libro entre la palabra y la escritura, al margen del sentimentalismo o la fatuidad, yendo por el costado marginal de la creación. Poesía del logos. Poesía indagando en la verdad, la materia y la textura de sí misma, poniendo sed en el río verbal.
El hilo que traza el vínculo entre poema y poeta es sutil, arácnido, misterioso, inmaculable. El trazo atrapa en su marea y en su luna. Tiene el palimpsesto, como la soledad, su lucha titánica de días y labios sobrepuestos, su aceptación de la esclavitud trascendente que hay en cada verso, en la pretensión infinita e iniciática del decir. “La palabra inicial que separó los mares.” Prometeica es la estela ígnea del gozo poético. Su iluminación y su herida y su inconsistencia vuelan sobre las aguas, en cuya superficie el poeta deja escrito su nombre. Persecución versátil de identidades, memoria, orden, hombre. Y la estela que se ha de desvanecer hasta convertirse en el conocimiento que “construye el vacío”. Otro vacío. Otro fuego. Otro mar.
Verba volant. Su viaje aéreo es un triste trapecio triste. Desde esa altura se cae y se revienta, se crece y se acecha la idea, la idea inacechable. No se le roban las canciones al viento. Y entonces escribir es ser vencido. O ¿a qué victoria se aspira en el instante acuático de la palabra? “En las aguas de un trazo contemplo estas palabras.”
El trazo acuático, sin rumbo, no nos deja reconocer la ola sobre la que se flota, ni el mar entero en el que se le pone dogal al instante. Sólo la espuma, que abre las aguas, sólo la palabra fundacional y esa que ofrece montañas de nada. Montañas de ilusoria certidumbre. “No nombran las palabras, sino su resplandor” o “el silencio” que nos queda, nos envuelve, nos dicta el próximo verso.
José Ángel Valente, Paul Celan, Blaise Cendrars, Borges. El numen, mnemosine, el signo, el silencio, tanto, el verbo próximo.
IV
Toda la felicidad. El libro del agua de Angel J. Aguilar
Perdonad si me emociona la idea, pero después de leer, leyendo aún, El libro del agua creo que cada uno de estos poemas de Angel Aguilar debería llamarse Felicidad.
Gloso una de las citas iniciales, la de Raymond Carver, y lo hago con toda la intención. Porque hay poetas para los que escribir es un acto de amor, una felicidad. Su Poesía no es un estercolero personal sin posibilidad de reciclaje, es una antología de momentos heroicos. Su verso brota de manantial sereno; vuela lejos de las pezuñas de quienes convierten la Poesía en palabrario infecundo, amontonadero de ignorancias lingüísticas mal resueltas. Su Poesía no es un arte servil. Su poesía no se orienta a ninguna fama. Ni circulillos ni circuitos por los que nada fluye, que nada cortan ni pinchan. Y es exquisito el cuidado que le concede al lenguaje y todavía más exquisito el amor con que nos da su vida y eso que importa y que se mueve. Discreción e impulso.
Miraba el lago
y yo era el lago y se cumplía así
mi más secreta y apasionada
aspiración: ser agua.
El verso brota de raíz líquida, de impulso. El cielo es una vena.
UNO: Que la mirada sea feraz, abundante en delirio y en razón. Que el discurso poético sea delirio y que proporcione una razón. Que sea delirio y razón el lector.
DOS: La superficie de las aguas, el cristal, el espejo, son las orillas de las orillas de las orillas. Como en Antonio Aguilar, el poeta siempre escribe sobre las aguas.
TRES: Una buena dosis de secreto, pasión intensa, armonía y reflejo, verdad de la aspiración y movimiento perpetuo del sentido nos navegan. La semiótica de lo oculto, la sintaxis del padecer, el ir sin jamás regreso nutren la columna vertebral de lo poético.
CUATRO: Y lo demás es agua.
Desde el vientre materno de la diosa, sobre la arquitectura húmeda de los días, hacia el deseo vehemente de la transustanciación, hacia el límite que no es límite y hacia el cuerpo que se diluye en cuerpos, la Poesía besa, lame, flota. Lagunas, nubes, charcos, manantiales, lluvia, fuentes, tormentas, ríos... y entre tanta liquidez, tanta evaporación, la búsqueda del tronco del olmo en que “late el pulso del infinito”, aferrados a la solidez de la soledad.
Ay, el criterio de la brisa y los trabajos de la brisa. Con qué aspiración secreta escribe la yedra. Y a qué realidad pertenecen las golondrinas y qué vidrieras han visto.
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